lunes, 8 de noviembre de 2021

BLUFF & CAULDFIELD


Acababa de ponerle el punto final a cierta tarea, propia de mis quehaceres profesionales, en una pequeña capital de provincia, y tenía que desplazarme de inmediato hasta otra ciudad, cercana a la anterior, donde ultimar un encargo más o menos por el estilo. No voy a decirles en que consiste mi trabajo porque eso carece de importancia. A lo mejor para ustedes pudiere tenerla circunstancialmente, pero, se lo aseguro, eso es sólo porque ahora mismo están leyendo esta historia. Como no disponía de coche de empresa, me vi obligado a hacer uso de un autocar de línea. Tuve que levantarme muy temprano, a eso de las seis de la mañana, para poder llegar a tiempo a mi cita en la segunda de las dos ciudades a las que me acabo de referir. Siempre me ha enorgullecido considerar a la puntualidad un deber ineludible. 

Iba muy guapo, permítanme tomarme esta licencia en cuanto que es rigurosamente literaria, con mi americana azul marino y una corbata de rayas a juego. Llevaba también una cartera de mano conteniendo todo tipo de balances y estadísticas. Para buscar acomodo opté por dirigirme a la parte trasera del autocar. 

En efecto. En los autocares me gustaba sentarme al final del todo. La única vez que lo hice delante, justo en primera fila, las cosas no resultaron ser del todo como deberían. Me pase buena parte del viaje: azorado, muy nervioso... observando al conductor luchar a brazo partido con el sueño. Cada dos por tres estaba a punto de quedarse dormido. Se lo dije, y como era verdad -siempre sucede lo mismo cuando le dices a alguien que está haciendo algo malo y es verdad- el hombre se puso hecho un basilisco y comenzó a increparme. 

En los asientos de atrás, el trompazo, si llega, va a ser igual de gordo, pero, por lo menos, va a poder pillarte desprevenido. 

Una curva tomada a excesiva velocidad me sacó de mi abotargamiento. Pese a que, al parecer, hay que conducir como los ángeles para poder ser chófer de un autocar de línea, casi ninguno de ellos lo hace. Se creen muy hábiles por manejar esos mamotretos tan grandes y les encanta recorrer las autovías en quinta y amedrentando a todo hijo de vecino. Creo que lo que tienen que preferir, de todo, es conducir a más velocidad de la que permite el reglamento. 

Mire hacia mi derecha, hacia el exterior. La ventanilla se hallaba empañada de vaho. En el asiento contiguo al mío, una chica joven, de la que en esos momentos podía apreciar la piel sonrosada de su mejilla izquierda medio oculta entre las hebras dispersas del pelo, permanecía hecha un gurruño recostada de lado contra el respaldo. Pensé que tenía que tratarse de una universitaria. 

Otra vez con los ojos cerrados -eso es algo que suelo hacer a menudo: cerrar los ojos y pensar que así desaparezco temporalmente del sitio donde me hallo- intuí, primero, a la chica removerse en su asiento, para pasar a sentir, inmediatamente después, el leve roce de su rodilla contra la mía. No nos dio la gana separarlas a ninguno de los dos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestras rodillas permanecían en contacto. Volteé disimuladamente el rostro. Vi sus ojos cerrados. Una patina de saliva humedecía sus labios. No era ninguna beldad, pero era joven, y fresca, y el rosa de sus mejillas rebosaba virtud. Aprecié como se merecía, aquel pujante color rosa. Para apretar mi muslo contra el suyo, volví a cerrar los ojos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestros muslos permanecían bien pegados. Los primeros rayos de sol emergieron en el horizonte. Por mi parte, me sentía lo que se dice en el séptimo cielo. Ya podrán imaginárselo. 

Este ingenuo entusiasmo me incitó a desentenderme de la prudencia... -¡y luego era yo el que se metía con el conductor! ¡Estaba visto que, en el fondo, los tíos éramos todos unos gallitos!- … y, en lugar de aguantarme las ganas, fui montando poco a poco mi pierna por encima de la de ella, de su muslo. Tampoco la chica dijo nada esta vez; prefirió, muy certeramente, continuar fingiéndose dormida. 

A mí, háganse a la idea, aunque es probable que ya se la hubieran hecho antes de que yo me haya decidido a sugerírselo, aquel asunto que la chica y yo nos traíamos entre manos me estaba pareciendo la mar de simpático, me recordaba una escena de una película francesa en blanco y negro… de esas de la nouvelle vague… que derrochan ingenuidad y erotismo. Pero estaba sucediendo de verdad. Y pese a que me moría de ganas de poder mirar a mi cómplice con cierto detenimiento... echarle un vistazo a su cara, al pecho y demás... resolví permanecer con los párpados apretados por pura cautela, no fuera a suceder que, de repente, ella fuese a sentirse cohibida y optara por ponerle punto y final al jolgorio. 

Nuestros codos permanecían en contacto y nuestras manos sin tocarse. Sentí, ahora, como la muchacha separaba a propósito sus muslos y desplacé mi pierna hacia arriba todavía un poco más. 

Al cabo de sólo unos pocos minutos ¿tres, cuatro...? arribamos a la estación de Vitoria y ella se apeó del autocar con una bolsa de viaje de color rosa colgada al hombro. No llegué a verle bien la cara, pero su figura era muy bonita, vaya si lo era, lo digo completamente en serio, y yo me sentí como un bobo por no haberme atrevido a dirigirle la palabra ni una sola vez, pese a las espontáneas muestras de cariño que a ella le pareció bien dispensarme, mientras recorríamos, a más de ciento veinte kilómetros por hora, la Tierra de Ayala.

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