martes, 12 de octubre de 2021

ANTONIO VEGA (La Hora del Crepúsculo)

 


La hora del crepúsculo. Cuando pienso en Antonio Vega, en su música, algo que hago en ocasiones en las que no me siento demasiado bien conmigo mismo, tiendo a ponerme alegre en lugar de triste. No sé por qué, pero es una música que asocio al campo, a las playas del Sur, la primera adolescencia, los colores de las amapolas. Melodías bañadas con reflejos del sol, con espuma de olas. Tonadas rezumantes de arena y verano. Imágenes como estas son las que me vienen a la cabeza al pensar en las canciones de este intérprete. 

En cambio, mientras las estoy escuchando sonar sí que me pongo triste. Triste de manera relajada y neutra. Sensual. Una particular forma de hedonismo. Tibieza. Antonio Vega, perenne buscador de la esencia pura, el hombre tranquilo, el trovador resignado, alertándonos de que el amor requiere de la presencia de un duende que lo inflame, y revelándonos que el tiempo, a lo mejor, es circular y omnipresente, aunque no infinito ni aleatorio. 

Vi, siendo un muchacho, a Nacha Pop en sus comienzos. Me acuerdo, a bote pronto, de un concierto en la sala “El Sol”, que, como casi siempre me sucedía, presencié algo pasado de copas. No era, yo, acérrimo partidario del grupo, aunque sí que me gustaban mucho sus guitarras. Se les notaba, a los tíos, empeñados en que sus guitarras eléctricas dieran lo mejor de sí mismas. Querían que sonasen rotundas y triunfales como acostumbraban a hacerlo, por aquellos benditos días, al otro lado del Canal. Nada como el sonido de la guitarra eléctrica, para poner de relieve los trucos empleados por la juventud, durante la segunda mitad del siglo veinte, a la hora de tratar de apoderarse del lado amable de la vida. Luego, el grupo se disolvió y sus dos cabecillas, los primos hermanos Nacho y Antonio, siguieron adelante por libre. Sus primeros trabajos vieron la luz. 

No fue el mío por Antonio Vega, por sus discos en solitario, un amor a primera vista. No cuajó hasta finales de los noventa, aquel insulso salto de milenio, en el que, pese a las predicciones de los visionarios, lo único que realmente cambio fue el caché de los ordenadores. Pero, si bien con retraso, el impacto que recibí fue categórico. Parecía como si todo aquello que él músico proclamaba en sus composiciones, aceptándolo, fuese la banda sonora de mi vida. De la vida -solitaria, resignada y un poco perra- que, por aquel entonces, cargaba a mis espaldas. Su música prendió en firme en mi corazón. Interioricé sus canciones e hice mía buena parte de su filosofía de supervivencia ante la sinrazón del mundo. Una sencilla receta compuesta, a partes iguales, de resignación, duelo y esperanza. 

Luego, bastantes años más tarde, cuando en una de mis novelas: “El Hombre Que Nunca Existió”, pretendí hacer evocación de aquellos lejanos días sevillanos, a la vez tan dulces y tan tristes para quien les habla, resultó inevitable que el insigne compositor se convirtiese en uno de los principales protagonistas de la trama. Y hoy es la fecha, cuando mi vida ha dado un giro de casi ciento ochenta grados y conseguir llegar a ponerme tan triste como antes no se halla ya al alcance de mis posibilidades, que, cuando apetezco darme un buen baño de melancolía y aliviar mi frustración gracias al bálsamo de los recuerdos, recurro a repasar algunas de las hermosas creaciones del genio con un vaso de whisky entre mis dedos... a la hora del crepúsculo. 

Procuro saborearlo con las mismas: parsimonia y emoción de las que, en su día, él quiso hacer uso para hablarnos.   


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