sábado, 27 de noviembre de 2021

UN EXPERIMENTO

 

Hacía lo menos quince años que no aparecía por Peñíscola. En aquel tiempo veníamos aquí, a pasar las vacaciones, desde la pequeña ciudad de Castilla en la que vivíamos.

Cuando aparecí por la playa, el viento de levante, como ya sucediera en el pasado, encrespaba someramente el oleaje, pero esta vez la cabeza de Cristina no iba a aparecer de repente, inesperadamente, fuera del agua.

Se superponían ahora, en mi mente, todas las cosas que habían cambiado desde aquellos lejanos días. Cuanto más grande el cambio, más fuerte el impacto, y así mi atención la acaparaba ahora un edificio repleto de terrazas, muy alto, que se alzaba hacia el cielo en lo que antes era un vulgar estacionamiento para coches hecho de tierra prensada.

Mirar al mar era un poco como volver a tenerla a ella, allí. Pero lo que yo pretendía era disfrutarla en persona, oír de nuevo su voz. Entonces no nos dábamos cuenta de que vivíamos; sino que pensábamos, de tan jóvenes como éramos, que la vida de verdad era la que viviríamos más adelante. Suponíamos que, cuando no estábamos los dos solos, nos limitábamos a representar un guion que los adultos habían escrito para nosotros a lo largo de todo el año. Aun no contábamos con ninguna experiencia vital que nos lo desmintiese.

Mi madre, jubilosamente vencida por la ternura, apenas tenía autoridad alguna sobre mí. De los demás veraneantes del camping, recuerdo, más o menos, unos rostros indiferentes que me observaban hacer sin decidirse a intervenir. Y no, no era un chico difícil… aunque mi reputación no figurase, estoy casi convencido, entre las mejores del camping.

Una tarde cualquiera, andaría yo por los dieciséis años, me propuse hacer un experimento...”.

Lo primero de todo, pedir perdón y dar las gracias, sucesiva y acumulativamente, a Giorgio Saviane, por haber incurrido en la impudicia literaria de hacer uso de uno de sus textos -se trata en concreto de los primeros párrafos que dan inicio a su novela “El Paso Largo”- sin contar previamente con su permiso. En efecto, para escribir, este breve relato que he titulado “Un Experimento” he tenido a bien apropiarme -intelectualmente hablando... quiero decir- del comienzo de la susodicha novela, al que, luego de retocar como a mí me ha parecido bien (y, sobre esta hazaña, sí que la solicitud de perdón que demando de don Giorgio se me antoja estrictamente obligada), le añadí unas últimas líneas, de mi propia cosecha, en las que se aludía a la verificación de un experimento por un muchacho de dieciséis primaveras. Este... que les acabo de mostrar... ha sido precisamente el experimento. Les ofrezco a partir de aquí, copiado literalmente, el texto original de Saviane.

"Hacía quince años que no veía Follonica; en otro tiempo veníamos al mar aquí, desde el Véneto. El Mistral rompía a lo lejos las mismas olas minúsculas, pero Carola ya no podía asomar improvisadamente del agua: contaban las cosas cambiadas, el rascacielos en construcción que se levantaba donde antes había una explanada que continuaba la arena. Mirar el mar era un poco tenerla allí, pero yo la quería en persona, su voz. Entonces no sabíamos que vivíamos, creíamos que empezábamos a vivir, esperábamos vivir según las sanas enseñanzas familiares. Mi madre, enferma de ternura, no tenía autoridad sobre mí; a los otros los veo con rostros indiferentes mirarme sin comprometerse. Y sin embargo, han sido ellos quienes determinaron mi alejamiento de Carola".

Como puede observarse, si, en un momento dado, la imaginación les flaquea a los escritores, a poca desenvoltura retórica de la que estos sean capaces de hacer gala, no va a tener por qué resultarles demasiado difícil proveerse de recursos en abundancia con los que poder cebar su obra. Aunque sean ajenos. Cabiendo incluso, como ocurre en el caso presente, que, desentendiéndose ya de manera notoria del texto original, decidan ponerle el punto y final, a sus manipulaciones, recurriendo a hacer uso de una línea argumental, hasta entonces, inexplorada en aquél. Así, ese experimento que yo no he dudado en adjudicarle al joven campista… desentendiéndome de la voluntad de Saviane.

¡Figúrense ustedes, con las de miles y miles de novelas que hay por ahí… dispersas entre un sinfín de bibliotecas y librerías de lance, de las que a día de hoy no existe nadie, absolutamente nadie, que se acuerde … el filón creativo que sus historias, extractadas y convenientemente manipuladas, le podrían proporcionar a mi filibusterismo!

sábado, 20 de noviembre de 2021

LA DAMA DE BLANCO (WILKIE COLLINS REVISITED)

 

Todos los días, de lunes a viernes, hago uso de un autobús, dos veces cada día, para hacer el mismo recorrido: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Algo que no tiene nada de particular, miles y miles de personas, en todas las partes del mundo, hacen exactamente eso mismo. 

Por ejemplo, Pablo. Un señor medio calvo, con barba, de unos cuarenta y tantos años de edad, con el que coincido bastantes veces en la parada. A partir de cierto momento él y yo comenzamos a saludarnos. Luego, con el paso del tiempo, tal vez por darse la coincidencia de que a los dos nos gusta mucho la ópera, cabría decirse que ha surgido entre nosotros una especie de familiaridad. A la hora de protestar por todo aquello que nos fastidia, en lo básico. 

Se suben igual, al "cuarenta y tres", otras personas que asimismo no me resultan desconocidas. Quieren sonarme de vista. Del edificio donde trabajo. Si bien mi trato con ellas nunca ha ido más allá de esbozar una tímida sonrisa de compromiso al encontrármelos, por casualidad, en el hall o en los ascensores. 

Además, este invierno... de tanto frío, aparece con alguna frecuencia por el autobús una mujer alta, enfundada en un anorak blanco, muy largo, que acostumbra a ir con la capucha alzada cubriéndola el cabello. Una mujer, calculo, de más o menos mi misma edad, a la que no le importa enfrentar sus ojos… a los míos… cada vez que yo me decido a desviarlos para mirarla. Me apeo del autobús antes que ella y algunas veces en las que me ha dado por voltear el rostro, justo antes de que se abrieran las puertas, he podido comprobar como ella permanecía observándome. 

Aun hubieron de transcurrir varios días para que le hablara a Pablo de la misteriosa viajera. En el fondo, estaba deseándolo. Y, por tanto, cuando él me dijo no haber llegado a reparar en su existencia, el chasco que yo me llevé fue mayúsculo . 

-“¿Vestida de blanco…? La primera noticia que tengo, en serio. Aunque no me hagas mucho caso porque suelo ser bastante despistado”. 

-“Es bastante guapa” quise dejar constancia. 

-“Ya. Lo siento mucho. Pero ahora mismo no caigo”. 

A qué negarlo, conforme pasaban los días, la presencia en el autobús de la mujer de blanco me intrigaba cada vez un poco más. Después de darle al asunto algunas vueltas en la cabeza, seguro que más de las razonables, calculé, probablemente porque así me interesase hacerlo, que sus facciones, y fundamentalmente aquella manera de mirar tan…  no sé, tan… intensa, me resultaban remotamente familiares. 

Hasta que una noche en la que no podía dormirme por culpa de cierto asunto que a mí me traía de cabeza, relativo a la ejecución fallida de una hipoteca, extraviándome, una vez más, entre todo el batiburrillo de recuerdos desparramados por mi memoria, creí descifrar, por fin, el origen de la misteriosa dama. Consideré que los rasgos de su rostro bien podrían corresponderle a una compañera de estudios de la que no sabía nada desde hacía siglos. Al parecer, según algunos rumores que aquellos lejanos días llegaron hasta mis oídos, y yo nunca terminé de creerme del todo, la chica había estado enamorada de mí. Elena Guijarro. 

Entré en Internet y pude localizar a Elena Guijarro a la primera. Había muerto hacía tres años. Como podrá suponerse, aquel detalle me causó una fuerte impresión. Cuesta trabajo asimilar que alguien al que has conocido cuando los dos eráis jóvenes, y jamás has vuelto a ver desde entonces, no se encuentre ya entre nosotros. Imaginas a esa persona exactamente con el mismo aspecto que tenía en el pasado y no resulta nada fácil admitir que pueda haber perdido ya la vida. Que, en tu mundo, el de verdad, el único contacto que vayas a poder entablar con ella, se limite, ya, a los recuerdos.

En una de las fotografías de Google, sacada de su página de Facebook, Elena llevaba puesto un anorak blanco, bastante aparatoso, que prácticamente le llegaba hasta los pies. 

Rodeada de nieve, iluminado su rostro por el sol, a mí me pareció que su mirada era capaz de traspasar el espacio y el tiempo hasta quedarse clavada, como si la formara un par de agujas, en mis pupilas. Algo atroz e instantáneo. Deseé calificar aquella sensación de dramática, buscando atribuirle una influencia real sobre mi conciencia, aunque fuere a ser a toro pasado, al odioso dato de su fallecimiento prematuro. Lleno de perplejidad, incapaz de dar con una respuesta convincente a todo aquel enigma, entrecerré mis párpados. Sabía, estaba plenamente seguro, que iba a volver a encontrármela en el autobús. Pero también sabía que yo iba a ser el único pasajero capaz de verla. 


lunes, 8 de noviembre de 2021

BLUFF & CAULDFIELD


Acababa de ponerle el punto final a cierta tarea, propia de mis quehaceres profesionales, en una pequeña capital de provincia, y tenía que desplazarme de inmediato hasta otra ciudad, cercana a la anterior, donde ultimar un encargo más o menos por el estilo. No voy a decirles en que consiste mi trabajo porque eso carece de importancia. A lo mejor para ustedes pudiere tenerla circunstancialmente, pero, se lo aseguro, eso es sólo porque ahora mismo están leyendo esta historia. Como no disponía de coche de empresa, me vi obligado a hacer uso de un autocar de línea. Tuve que levantarme muy temprano, a eso de las seis de la mañana, para poder llegar a tiempo a mi cita en la segunda de las dos ciudades a las que me acabo de referir. Siempre me ha enorgullecido considerar a la puntualidad un deber ineludible. 

Iba muy guapo, permítanme tomarme esta licencia en cuanto que es rigurosamente literaria, con mi americana azul marino y una corbata de rayas a juego. Llevaba también una cartera de mano conteniendo todo tipo de balances y estadísticas. Para buscar acomodo opté por dirigirme a la parte trasera del autocar. 

En efecto. En los autocares me gustaba sentarme al final del todo. La única vez que lo hice delante, justo en primera fila, las cosas no resultaron ser del todo como deberían. Me pase buena parte del viaje: azorado, muy nervioso... observando al conductor luchar a brazo partido con el sueño. Cada dos por tres estaba a punto de quedarse dormido. Se lo dije, y como era verdad -siempre sucede lo mismo cuando le dices a alguien que está haciendo algo malo y es verdad- el hombre se puso hecho un basilisco y comenzó a increparme. 

En los asientos de atrás, el trompazo, si llega, va a ser igual de gordo, pero, por lo menos, va a poder pillarte desprevenido. 

Una curva tomada a excesiva velocidad me sacó de mi abotargamiento. Pese a que, al parecer, hay que conducir como los ángeles para poder ser chófer de un autocar de línea, casi ninguno de ellos lo hace. Se creen muy hábiles por manejar esos mamotretos tan grandes y les encanta recorrer las autovías en quinta y amedrentando a todo hijo de vecino. Creo que lo que tienen que preferir, de todo, es conducir a más velocidad de la que permite el reglamento. 

Mire hacia mi derecha, hacia el exterior. La ventanilla se hallaba empañada de vaho. En el asiento contiguo al mío, una chica joven, de la que en esos momentos podía apreciar la piel sonrosada de su mejilla izquierda medio oculta entre las hebras dispersas del pelo, permanecía hecha un gurruño recostada de lado contra el respaldo. Pensé que tenía que tratarse de una universitaria. 

Otra vez con los ojos cerrados -eso es algo que suelo hacer a menudo: cerrar los ojos y pensar que así desaparezco temporalmente del sitio donde me hallo- intuí, primero, a la chica removerse en su asiento, para pasar a sentir, inmediatamente después, el leve roce de su rodilla contra la mía. No nos dio la gana separarlas a ninguno de los dos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestras rodillas permanecían en contacto. Volteé disimuladamente el rostro. Vi sus ojos cerrados. Una patina de saliva humedecía sus labios. No era ninguna beldad, pero era joven, y fresca, y el rosa de sus mejillas rebosaba virtud. Aprecié como se merecía, aquel pujante color rosa. Para apretar mi muslo contra el suyo, volví a cerrar los ojos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestros muslos permanecían bien pegados. Los primeros rayos de sol emergieron en el horizonte. Por mi parte, me sentía lo que se dice en el séptimo cielo. Ya podrán imaginárselo. 

Este ingenuo entusiasmo me incitó a desentenderme de la prudencia... -¡y luego era yo el que se metía con el conductor! ¡Estaba visto que, en el fondo, los tíos éramos todos unos gallitos!- … y, en lugar de aguantarme las ganas, fui montando poco a poco mi pierna por encima de la de ella, de su muslo. Tampoco la chica dijo nada esta vez; prefirió, muy certeramente, continuar fingiéndose dormida. 

A mí, háganse a la idea, aunque es probable que ya se la hubieran hecho antes de que yo me haya decidido a sugerírselo, aquel asunto que la chica y yo nos traíamos entre manos me estaba pareciendo la mar de simpático, me recordaba una escena de una película francesa en blanco y negro… de esas de la nouvelle vague… que derrochan ingenuidad y erotismo. Pero estaba sucediendo de verdad. Y pese a que me moría de ganas de poder mirar a mi cómplice con cierto detenimiento... echarle un vistazo a su cara, al pecho y demás... resolví permanecer con los párpados apretados por pura cautela, no fuera a suceder que, de repente, ella fuese a sentirse cohibida y optara por ponerle punto y final al jolgorio. 

Nuestros codos permanecían en contacto y nuestras manos sin tocarse. Sentí, ahora, como la muchacha separaba a propósito sus muslos y desplacé mi pierna hacia arriba todavía un poco más. 

Al cabo de sólo unos pocos minutos ¿tres, cuatro...? arribamos a la estación de Vitoria y ella se apeó del autocar con una bolsa de viaje de color rosa colgada al hombro. No llegué a verle bien la cara, pero su figura era muy bonita, vaya si lo era, lo digo completamente en serio, y yo me sentí como un bobo por no haberme atrevido a dirigirle la palabra ni una sola vez, pese a las espontáneas muestras de cariño que a ella le pareció bien dispensarme, mientras recorríamos, a más de ciento veinte kilómetros por hora, la Tierra de Ayala.

HÉRCULES POIROT y SARAH CRACKNELL

  -"Estábamos allí reunidos, Hastings, sólo seis personas: Lady Mature, Damian Sinclaire, la bella Sarah Cracknell, Etienne de Châteaum...