jueves, 3 de noviembre de 2022

HÉRCULES POIROT y SARAH CRACKNELL

 


-"Estábamos allí reunidos, Hastings, sólo seis personas: Lady Mature, Damian Sinclaire, la bella Sarah Cracknell, Etienne de Châteaumeillant, el denostado Lord Mature y un servidor. Todas las luces de la habitación se apagaron de repente y el sonido de un disparo fracturó la oscuridad. Cuando la luz regresó de nuevo a la estancia, los otros cinco comensales pudimos ver el tronco del mezquino aristócrata vencido sobre los restos del excelente carré de cordero que ensuciaban su plato. Los demás invitados se miraron entre ellos con estupor y desconfianza. En aquella mesa se hallaba sentado un asesino. Se pusieron todos muy nerviosos. Yo no. Yo sabía quien había sido el autor de aquella muerte y tenía la certidumbre de que mi vida no iba a llegar a correr el más leve peligro". 

-"Lady Mature no podía ser la autora del crimen. Visto el terrible Parkinson que padece, no contaba con ninguna posibilidad de manejar con éxito una pistola" razonó Hastings. 

-"¿Entonces...? ¿Acaso podría serlo Mr. Sinclaire?". 

-"No. Según creo recordar, Lord Mature era el mejor cliente de su exclusiva galería de arte y no tiene ningún sentido que el anticuario deseara eliminarlo; carece de móvil razonable para ello". 

-"¿Sarah Cracknell...?". 

-"Sarah era la más interesada de todos en que milord siguiera con vida para poder seguir disfrutando de sus fastuosos regalos". 

-"Perfecto, Hastings; veo que poco a poco va asimilando la esencia del método deductivo... Un detalle que me colma de satisfacción". 

-"De lo que habrá de concluirse que el autor del crimen fue el Barón de Châteaumeillant". 

-"Piénselo bien antes, mi querido amigo; no vaya a ser que se confunda en su juicio". 

-"¡Por Dios! es verdad, el francés tampoco pudo ser el criminal, estaba a punto de cerrar con Mature el gran negocio de su vida. ¿Entonces...?". 

-"Verá, Hastings, sus argumentos gozan de una cierta lógica, pero todos ellos cuentan, a su vez, con algún aspecto por el que poder ser rebatidos. Veamos: atendida la distancia a la que se hallaba de su esposo, a Lady Mature le era perfectamente posible dispararlo a quemarropa y no errar el tiro; en cuanto a Sinclaire, Reginald Mature había amenazado con llevarle a los Tribunales por la venta de unos Whistler falsos. También Sarah Cracknell poseía motivos fundados para desear la desaparición del magnate; en el último testamento que otorgó, éste legaba en su favor la tercera parte de su fortuna; otro tanto habré de decir respecto de Châteaumillant, hasta aquella misma noche le debía al malogrado Mature más de dos mil guineas: el precio de un pedido de unos cientos de botellas de Romanée-Conti que, este, le había satisfecho por adelantado". 

-"¡Pero usted ha dicho que ninguno de los cuatro asesinó a Sir Reginald!". 

-"Lo he dicho y lo reitero, mi buen Hastings. Todos pudieron hacerlo, en efecto; todos ellos contaban con razones de peso más que suficientes para retirar al viejo definitivamente de la circulación, acabo de exponérselas. Pero no, ninguno lo hizo. El que se encargó de pasaportar a ese fantoche al otro barrio, fui yo. Yo mismo. El otro día me lo encontré casualmente en Boodle's y el tipo tuvo la desfachatez de hacerse el loco para no tenerme que saludar. ¡Ces’t la vie!".

 


martes, 1 de noviembre de 2022

OTOÑO (De "El Hombre Que Nunca Existió")



"El día de mi doble cita: el viernes, lloviznaba en Sevilla. Había llegado el otoño, con toda su gama de pardos y ocres, para oscurecer los árboles. Y, con toda su gama de grises… malvas y sienas, para entristecer los cielos. A mí, el otoño no había comenzado a gustarme hasta hacía bien poco. Había necesitado sentirme, yo mismo, comedidamente otoñal para poder llegar a identificarme con el sosiego y la calma propios de la estación. El otoño era el colofón del verano y la antesala del invierno. Un lugar incómodo del calendario que había que saber ocupar con dignidad, y no poca mesura, y que convenía guiar a feliz término provisto de cierto sibaritismo, de un sutil decadentismo. Era el otoño, tal vez hasta por la influencia de la literatura, y porque en París, que es precioso, casi siempre es otoño, un tiempo para los artesanos y los poetas, para los vagabundos y los tímidos. Un bálsamo para las neurasténicas. En lo que a mí respecta, un tipo por lo natural jovial y optimista, alguien cuyas mejores amigas eran la música y la melancolía, iba sabiendo apreciar cada vez más, conforme el tiempo pasaba por mi lado arrastrándome desde los barrancos del jolgorio hacia la dehesa de la ternura, las notas llenas de sapiencia que recitaban los cuarteados bandoneones del otoño..."

sábado, 13 de agosto de 2022

ESCEPTICISMO

 




Habito en un rincón del que pasan de largo los más vivos deseos, las proclamas más justas, las modelos más bellas, las obras magistrales de la literatura. Los amores fatales, los instantes cruciales, las verdades eternas. Los dogmas y las tesis de las ideologías.

Habito en ese sitio: oscuro, abandonado, lleno de telarañas y pieles de naranja, donde buscan refugio, tras verse rechazadas, las prédicas del santo, las bravatas del niño, la locura del loco. Donde terminan, juntos, con el paso del tiempo: las gestas más audaces, los salmos, las sentencias. Los ritos, las banderas. Los héroes populares de las revoluciones. 

Mi patria, muy pequeña, ayuna de fronteras, se llama escepticismo.

sábado, 27 de noviembre de 2021

UN EXPERIMENTO

 

Hacía lo menos quince años que no aparecía por Peñíscola. En aquel tiempo veníamos aquí, a pasar las vacaciones, desde la pequeña ciudad de Castilla en la que vivíamos.

Cuando aparecí por la playa, el viento de levante, como ya sucediera en el pasado, encrespaba someramente el oleaje, pero esta vez la cabeza de Cristina no iba a aparecer de repente, inesperadamente, fuera del agua.

Se superponían ahora, en mi mente, todas las cosas que habían cambiado desde aquellos lejanos días. Cuanto más grande el cambio, más fuerte el impacto, y así mi atención la acaparaba ahora un edificio repleto de terrazas, muy alto, que se alzaba hacia el cielo en lo que antes era un vulgar estacionamiento para coches hecho de tierra prensada.

Mirar al mar era un poco como volver a tenerla a ella, allí. Pero lo que yo pretendía era disfrutarla en persona, oír de nuevo su voz. Entonces no nos dábamos cuenta de que vivíamos; sino que pensábamos, de tan jóvenes como éramos, que la vida de verdad era la que viviríamos más adelante. Suponíamos que, cuando no estábamos los dos solos, nos limitábamos a representar un guion que los adultos habían escrito para nosotros a lo largo de todo el año. Aun no contábamos con ninguna experiencia vital que nos lo desmintiese.

Mi madre, jubilosamente vencida por la ternura, apenas tenía autoridad alguna sobre mí. De los demás veraneantes del camping, recuerdo, más o menos, unos rostros indiferentes que me observaban hacer sin decidirse a intervenir. Y no, no era un chico difícil… aunque mi reputación no figurase, estoy casi convencido, entre las mejores del camping.

Una tarde cualquiera, andaría yo por los dieciséis años, me propuse hacer un experimento...”.

Lo primero de todo, pedir perdón y dar las gracias, sucesiva y acumulativamente, a Giorgio Saviane, por haber incurrido en la impudicia literaria de hacer uso de uno de sus textos -se trata en concreto de los primeros párrafos que dan inicio a su novela “El Paso Largo”- sin contar previamente con su permiso. En efecto, para escribir, este breve relato que he titulado “Un Experimento” he tenido a bien apropiarme -intelectualmente hablando... quiero decir- del comienzo de la susodicha novela, al que, luego de retocar como a mí me ha parecido bien (y, sobre esta hazaña, sí que la solicitud de perdón que demando de don Giorgio se me antoja estrictamente obligada), le añadí unas últimas líneas, de mi propia cosecha, en las que se aludía a la verificación de un experimento por un muchacho de dieciséis primaveras. Este... que les acabo de mostrar... ha sido precisamente el experimento. Les ofrezco a partir de aquí, copiado literalmente, el texto original de Saviane.

"Hacía quince años que no veía Follonica; en otro tiempo veníamos al mar aquí, desde el Véneto. El Mistral rompía a lo lejos las mismas olas minúsculas, pero Carola ya no podía asomar improvisadamente del agua: contaban las cosas cambiadas, el rascacielos en construcción que se levantaba donde antes había una explanada que continuaba la arena. Mirar el mar era un poco tenerla allí, pero yo la quería en persona, su voz. Entonces no sabíamos que vivíamos, creíamos que empezábamos a vivir, esperábamos vivir según las sanas enseñanzas familiares. Mi madre, enferma de ternura, no tenía autoridad sobre mí; a los otros los veo con rostros indiferentes mirarme sin comprometerse. Y sin embargo, han sido ellos quienes determinaron mi alejamiento de Carola".

Como puede observarse, si, en un momento dado, la imaginación les flaquea a los escritores, a poca desenvoltura retórica de la que estos sean capaces de hacer gala, no va a tener por qué resultarles demasiado difícil proveerse de recursos en abundancia con los que poder cebar su obra. Aunque sean ajenos. Cabiendo incluso, como ocurre en el caso presente, que, desentendiéndose ya de manera notoria del texto original, decidan ponerle el punto y final, a sus manipulaciones, recurriendo a hacer uso de una línea argumental, hasta entonces, inexplorada en aquél. Así, ese experimento que yo no he dudado en adjudicarle al joven campista… desentendiéndome de la voluntad de Saviane.

¡Figúrense ustedes, con las de miles y miles de novelas que hay por ahí… dispersas entre un sinfín de bibliotecas y librerías de lance, de las que a día de hoy no existe nadie, absolutamente nadie, que se acuerde … el filón creativo que sus historias, extractadas y convenientemente manipuladas, le podrían proporcionar a mi filibusterismo!

sábado, 20 de noviembre de 2021

LA DAMA DE BLANCO (WILKIE COLLINS REVISITED)

 

Todos los días, de lunes a viernes, hago uso de un autobús, dos veces cada día, para hacer el mismo recorrido: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Algo que no tiene nada de particular, miles y miles de personas, en todas las partes del mundo, hacen exactamente eso mismo. 

Por ejemplo, Pablo. Un señor medio calvo, con barba, de unos cuarenta y tantos años de edad, con el que coincido bastantes veces en la parada. A partir de cierto momento él y yo comenzamos a saludarnos. Luego, con el paso del tiempo, tal vez por darse la coincidencia de que a los dos nos gusta mucho la ópera, cabría decirse que ha surgido entre nosotros una especie de familiaridad. A la hora de protestar por todo aquello que nos fastidia, en lo básico. 

Se suben igual, al "cuarenta y tres", otras personas que asimismo no me resultan desconocidas. Quieren sonarme de vista. Del edificio donde trabajo. Si bien mi trato con ellas nunca ha ido más allá de esbozar una tímida sonrisa de compromiso al encontrármelos, por casualidad, en el hall o en los ascensores. 

Además, este invierno... de tanto frío, aparece con alguna frecuencia por el autobús una mujer alta, enfundada en un anorak blanco, muy largo, que acostumbra a ir con la capucha alzada cubriéndola el cabello. Una mujer, calculo, de más o menos mi misma edad, a la que no le importa enfrentar sus ojos… a los míos… cada vez que yo me decido a desviarlos para mirarla. Me apeo del autobús antes que ella y algunas veces en las que me ha dado por voltear el rostro, justo antes de que se abrieran las puertas, he podido comprobar como ella permanecía observándome. 

Aun hubieron de transcurrir varios días para que le hablara a Pablo de la misteriosa viajera. En el fondo, estaba deseándolo. Y, por tanto, cuando él me dijo no haber llegado a reparar en su existencia, el chasco que yo me llevé fue mayúsculo . 

-“¿Vestida de blanco…? La primera noticia que tengo, en serio. Aunque no me hagas mucho caso porque suelo ser bastante despistado”. 

-“Es bastante guapa” quise dejar constancia. 

-“Ya. Lo siento mucho. Pero ahora mismo no caigo”. 

A qué negarlo, conforme pasaban los días, la presencia en el autobús de la mujer de blanco me intrigaba cada vez un poco más. Después de darle al asunto algunas vueltas en la cabeza, seguro que más de las razonables, calculé, probablemente porque así me interesase hacerlo, que sus facciones, y fundamentalmente aquella manera de mirar tan…  no sé, tan… intensa, me resultaban remotamente familiares. 

Hasta que una noche en la que no podía dormirme por culpa de cierto asunto que a mí me traía de cabeza, relativo a la ejecución fallida de una hipoteca, extraviándome, una vez más, entre todo el batiburrillo de recuerdos desparramados por mi memoria, creí descifrar, por fin, el origen de la misteriosa dama. Consideré que los rasgos de su rostro bien podrían corresponderle a una compañera de estudios de la que no sabía nada desde hacía siglos. Al parecer, según algunos rumores que aquellos lejanos días llegaron hasta mis oídos, y yo nunca terminé de creerme del todo, la chica había estado enamorada de mí. Elena Guijarro. 

Entré en Internet y pude localizar a Elena Guijarro a la primera. Había muerto hacía tres años. Como podrá suponerse, aquel detalle me causó una fuerte impresión. Cuesta trabajo asimilar que alguien al que has conocido cuando los dos eráis jóvenes, y jamás has vuelto a ver desde entonces, no se encuentre ya entre nosotros. Imaginas a esa persona exactamente con el mismo aspecto que tenía en el pasado y no resulta nada fácil admitir que pueda haber perdido ya la vida. Que, en tu mundo, el de verdad, el único contacto que vayas a poder entablar con ella, se limite, ya, a los recuerdos.

En una de las fotografías de Google, sacada de su página de Facebook, Elena llevaba puesto un anorak blanco, bastante aparatoso, que prácticamente le llegaba hasta los pies. 

Rodeada de nieve, iluminado su rostro por el sol, a mí me pareció que su mirada era capaz de traspasar el espacio y el tiempo hasta quedarse clavada, como si la formara un par de agujas, en mis pupilas. Algo atroz e instantáneo. Deseé calificar aquella sensación de dramática, buscando atribuirle una influencia real sobre mi conciencia, aunque fuere a ser a toro pasado, al odioso dato de su fallecimiento prematuro. Lleno de perplejidad, incapaz de dar con una respuesta convincente a todo aquel enigma, entrecerré mis párpados. Sabía, estaba plenamente seguro, que iba a volver a encontrármela en el autobús. Pero también sabía que yo iba a ser el único pasajero capaz de verla. 


lunes, 8 de noviembre de 2021

BLUFF & CAULDFIELD


Acababa de ponerle el punto final a cierta tarea, propia de mis quehaceres profesionales, en una pequeña capital de provincia, y tenía que desplazarme de inmediato hasta otra ciudad, cercana a la anterior, donde ultimar un encargo más o menos por el estilo. No voy a decirles en que consiste mi trabajo porque eso carece de importancia. A lo mejor para ustedes pudiere tenerla circunstancialmente, pero, se lo aseguro, eso es sólo porque ahora mismo están leyendo esta historia. Como no disponía de coche de empresa, me vi obligado a hacer uso de un autocar de línea. Tuve que levantarme muy temprano, a eso de las seis de la mañana, para poder llegar a tiempo a mi cita en la segunda de las dos ciudades a las que me acabo de referir. Siempre me ha enorgullecido considerar a la puntualidad un deber ineludible. 

Iba muy guapo, permítanme tomarme esta licencia en cuanto que es rigurosamente literaria, con mi americana azul marino y una corbata de rayas a juego. Llevaba también una cartera de mano conteniendo todo tipo de balances y estadísticas. Para buscar acomodo opté por dirigirme a la parte trasera del autocar. 

En efecto. En los autocares me gustaba sentarme al final del todo. La única vez que lo hice delante, justo en primera fila, las cosas no resultaron ser del todo como deberían. Me pase buena parte del viaje: azorado, muy nervioso... observando al conductor luchar a brazo partido con el sueño. Cada dos por tres estaba a punto de quedarse dormido. Se lo dije, y como era verdad -siempre sucede lo mismo cuando le dices a alguien que está haciendo algo malo y es verdad- el hombre se puso hecho un basilisco y comenzó a increparme. 

En los asientos de atrás, el trompazo, si llega, va a ser igual de gordo, pero, por lo menos, va a poder pillarte desprevenido. 

Una curva tomada a excesiva velocidad me sacó de mi abotargamiento. Pese a que, al parecer, hay que conducir como los ángeles para poder ser chófer de un autocar de línea, casi ninguno de ellos lo hace. Se creen muy hábiles por manejar esos mamotretos tan grandes y les encanta recorrer las autovías en quinta y amedrentando a todo hijo de vecino. Creo que lo que tienen que preferir, de todo, es conducir a más velocidad de la que permite el reglamento. 

Mire hacia mi derecha, hacia el exterior. La ventanilla se hallaba empañada de vaho. En el asiento contiguo al mío, una chica joven, de la que en esos momentos podía apreciar la piel sonrosada de su mejilla izquierda medio oculta entre las hebras dispersas del pelo, permanecía hecha un gurruño recostada de lado contra el respaldo. Pensé que tenía que tratarse de una universitaria. 

Otra vez con los ojos cerrados -eso es algo que suelo hacer a menudo: cerrar los ojos y pensar que así desaparezco temporalmente del sitio donde me hallo- intuí, primero, a la chica removerse en su asiento, para pasar a sentir, inmediatamente después, el leve roce de su rodilla contra la mía. No nos dio la gana separarlas a ninguno de los dos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestras rodillas permanecían en contacto. Volteé disimuladamente el rostro. Vi sus ojos cerrados. Una patina de saliva humedecía sus labios. No era ninguna beldad, pero era joven, y fresca, y el rosa de sus mejillas rebosaba virtud. Aprecié como se merecía, aquel pujante color rosa. Para apretar mi muslo contra el suyo, volví a cerrar los ojos. 

El vehículo continuó avanzando y nuestros muslos permanecían bien pegados. Los primeros rayos de sol emergieron en el horizonte. Por mi parte, me sentía lo que se dice en el séptimo cielo. Ya podrán imaginárselo. 

Este ingenuo entusiasmo me incitó a desentenderme de la prudencia... -¡y luego era yo el que se metía con el conductor! ¡Estaba visto que, en el fondo, los tíos éramos todos unos gallitos!- … y, en lugar de aguantarme las ganas, fui montando poco a poco mi pierna por encima de la de ella, de su muslo. Tampoco la chica dijo nada esta vez; prefirió, muy certeramente, continuar fingiéndose dormida. 

A mí, háganse a la idea, aunque es probable que ya se la hubieran hecho antes de que yo me haya decidido a sugerírselo, aquel asunto que la chica y yo nos traíamos entre manos me estaba pareciendo la mar de simpático, me recordaba una escena de una película francesa en blanco y negro… de esas de la nouvelle vague… que derrochan ingenuidad y erotismo. Pero estaba sucediendo de verdad. Y pese a que me moría de ganas de poder mirar a mi cómplice con cierto detenimiento... echarle un vistazo a su cara, al pecho y demás... resolví permanecer con los párpados apretados por pura cautela, no fuera a suceder que, de repente, ella fuese a sentirse cohibida y optara por ponerle punto y final al jolgorio. 

Nuestros codos permanecían en contacto y nuestras manos sin tocarse. Sentí, ahora, como la muchacha separaba a propósito sus muslos y desplacé mi pierna hacia arriba todavía un poco más. 

Al cabo de sólo unos pocos minutos ¿tres, cuatro...? arribamos a la estación de Vitoria y ella se apeó del autocar con una bolsa de viaje de color rosa colgada al hombro. No llegué a verle bien la cara, pero su figura era muy bonita, vaya si lo era, lo digo completamente en serio, y yo me sentí como un bobo por no haberme atrevido a dirigirle la palabra ni una sola vez, pese a las espontáneas muestras de cariño que a ella le pareció bien dispensarme, mientras recorríamos, a más de ciento veinte kilómetros por hora, la Tierra de Ayala.

miércoles, 27 de octubre de 2021

ANIQUILADOR DE MONSTRUOS

 

(Laura Knight)

He llamado al portero automático y me ha dicho que suba. No suele suceder. De hecho es la segunda vez que ocurre en tres años. ¿Tres? Ya son más de tres. Van para tres y medio. 

Toco el timbre de la puerta un poco escamado. Le he notado rara la voz. Su tono me ha parecido más amable del que acostumbraba a utilizar conmigo. Con sinceridad, no me apetece verla. Seguro que tampoco esta vez va a ser capaz de sonreír. Da igual. Yo sí lo voy a hacer. En mi mentalidad no cabe el revanchismo. 

Se abre levemente la puerta. Y aparece el rostro de mi hija entra la hoja y el marco. 

-"¡Hola papá!". 

-"¿Qué es lo que llevas ahí, Violeta?". 

-"Es una muñeca gótica. Se llama Lucy...". 

-"Es muy bonita. Mola mucho" le aseguro a mi hija de siete años, guiñándole el ojo. 

-"Me la ha regalado tía Eva". 

-"¿Quién?". 

-"Yo". La puerta se abre un poco más y aparece, ante mí, una mujer realmente guapa. Es bastante más joven que yo y lleva un jersey otoñal, beige, de cuello vuelto, sobre el que una abundante melena de color castaño permite crear una especie de desvanecimiento cromático. 

-"Ayer, por la tarde, Bárbara me mandó un whatsapp para ver si me podía quedar a dormir con la niña. Ella y Javier tenían que salir pitando hacia León. Para asistir a un velatorio, me parece que me dijo". 

-“Sí. La familia de Bárbara es de León” corroboré. 

Bárbara era mi ex mujer. Javier el nuevo marido de mi ex mujer. Violeta, mi hija. Luego estaba Eva. Esta última constituía una completa novedad en el reparto. 

-"Tienes una voz parecida a la de Bárbara ¿Eres su amiga? No te conocía...". 

-"Soy su cuñada. La hermana pequeña de Javier". 

Me quedo todo cortado. 

-"¿La hermana pequeña de Javier? No sabía que Javier tuviera hermanas". Era verdad... no sabía que Javier tuviera hermanas, mi hija no me había dicho nada al respecto. Y la renacuajo es bastante cotilla. ¡Ya lo creo! 

-"Sí, papá. Ella es hermana del tío Javier. Está trabajando en Inglaterra y ha venido a Madrid de vacaciones". Viene a apostillar Violeta, hecha toda una repipi. Aunque no lo parezca, no ha debido perderse ni un detalle de la conversación. 

-"Bueno..." -le digo a Eva- "... siento haberte molestado. Le podías haber dicho a mi hija que bajara por la escalera, sólo son dos pisos. Por desgracia se conoce el camino de memoria". Estimo conveniente adoptar, para la ocasión, esos aires contritos. 

-"Ya. No sé... Tenía curiosidad por conocerte. La niña se pasó toda la tarde de ayer hablándome de ti. Me dijo que matabas monstruos". Eva puso una voz bajita, grave, infinitamente sexy, para referirse a esta insólita habilidad que mi hija había pretendido atribuirme. 

-"Ya será menos"... pretendo continuar con la broma. Y sonrío. 

-"Una no suele disponer de la oportunidad de conocer así como así, todos los días, a alguien que es capaz de matar monstruos". 

-"Tampoco hay que exagerar. La mayoría de las veces son ellos los que acaban conmigo". 

-"¡Eso no es verdad papá; no es verdad!". 

Mientras estira con rabia de una de las perneras de mis pantalones, Violeta se esfuerza en mantener, ligeramente exasperada, la imposibilidad de que los monstruos puedan aniquilar a su padre. A la pobre, últimamente, ha empezado a darle pena que la gente se muera. Pero la vida es justo así: primero se murió su hamster y ahora le ha tocado el turno a Raffaella Carrá. Todo en orden.


HÉRCULES POIROT y SARAH CRACKNELL

  -"Estábamos allí reunidos, Hastings, sólo seis personas: Lady Mature, Damian Sinclaire, la bella Sarah Cracknell, Etienne de Châteaum...